<< El otro día,
conduciendo hacia el trabajo, recordé el miedo.
Llovía. Mucho. El
viento soplaba, fuerte, en la semioscuridad. Si condujera mi coche sentiría la
inestabilidad en las manos, en el tacto con el volante. Pero lo que recordé
nada tenía que ver con el miedo a perder el control de mi coche, no. No. Lo
recordé a él. Recordé el miedo que sentía por su seguridad cada vez que llovía
o el viento soplaba algo más fuerte de lo normal. La imagen que acudió a mi
mente fue la que tenía de él trabajando a un montón de metros de altura. La
angustia cuando los meteorólogos predecían nuevos temporales.
Luego me crucé con un
coche negro, un modelo muy parecido al suyo, casi diría que era el mismo, y lo
que recordé fue… la felicidad. Y, como siempre, fue doloroso. Es doloroso
incluso aunque no sea el mismo coche. Incluso aunque sólo sea un modelo
parecido al suyo, negro.
De pronto todo el
mundo vuelve a tener el mismo coche, o coches muy parecidos. De nuevo es
doloroso.
Sin embargo, ese
dolor, ese inmenso dolor, fue mil veces más llevadero que el miedo que sentía
antes por su seguridad. Y suspiré aliviada, porque sí, es dolorosísimo recordar
la felicidad perdida, sobre todo cuando constantemente la anhelas. Pero al
menos él está bien. Sano. A salvo.
Una lágrima se mezcló
con mi sonrisa.
La rechacé con la
mano, inspiré profundamente… y fui a trabajar. >>
Cualquier tipo de
pérdida es siempre dolorosa. Y afrontar una ruptura no siempre es fácil, al
menos no para todo el mundo. Cada uno tiene su propio ritmo. Es importante
tener presente que no siempre se trata de odiar, ni de olvidar, sino de
afrontar una nueva situación, de construir nuevas rutinas, de mantenerse
ocupado en tareas que nos motiven, concentrarse en el trabajo, apoyarse en los
buenos amigos… en definitiva, de llenar los huecos poco a poco con esos
pequeños detalles que consigan sacarnos una sonrisa.
A veces es una
cuestión de querer, de esforzarse:
“Una lágrima se mezcló con mi sonrisa.
La rechacé con la mano, inspiré profundamente… y fui a trabajar.”
“… lo que recordé nada tenía que ver con el miedo a perder el control de mi coche (…) Recordé el miedo que sentía por su seguridad cada vez que llovía o el viento soplaba algo más fuerte de lo normal.”
Es curioso, pero este
fragmento me recuerda a un libro que he leído recientemente: "Gente tóxica", de
Bernardo Stamateas.
Hay un capítulo que
habla de “los meteculpas”. Es interesante porque no solo se refiere a “meteculpas”
en tercera persona, sino que también habla de ellos en primera persona, de aquellos
que llegan a ser tan abnegados que resultan tóxicos para sí mismos:
“Eres una persona que ignora sus necesidades, hasta aún las más básicas, como comer, dormir, recibir afecto, estudios, etc. Obtienes más gratificación al cuidar a los demás que de ti mismo. Todos te describen como <<una buena persona>>; servir es lo máximo en tu vida. Si te pasan cosas buenas las compartes con otros, amas a todo el mundo, cuidas e inviertes en todos, excepto en ti mismo.(…)Habrá un momento determinado en la vida en el que necesitarás darte cuenta de que si tú mismo no satisfaces tus propias necesidades, nadie lo hará.”
Creo que la última
frase lo dice todo.
Por último, hay una
frase que no puedo dejar de comentar:
“De pronto todo el mundo vuelve a tener el mismo coche, o coches muy parecidos.”
Esto, a mí, me ha
pasado. Hace tiempo ya, pero me ha pasado. Lo que ocurre es que QUIERES ver ese
coche. Buscas SU coche. Y no fue hasta que me recomendaron un vídeo
motivacional buenísimo cuando lo comprendí. Puedo decir, sin lugar a dudas, que
fue uno de mis primeros puntos de inflexión para superar mi “mal momento”. Aquí
os lo dejo, es una conferencia de Emilio Duró que ha dado ya muchas vueltas en
internet, se llama “Optimismo e ilusión”:
Y un fragmento de ese
mismo vídeo, la que en este caso más me interesa:
Pues bien, como dice
Duró:
“La mente sólo ve lo que quiere. La que está embarazada, ¿qué ve? Más embarazadas. El que se rompe la pierna, ¿qué ve? Más piernas rotas. La realidad no existe: la realidad la creáis vosotros.”