Hace unos
días estaba en una hamburguesería esperando la cena cuando sin querer reparé en
una conversación cercana. Un chico hiperfibrado de bíceps estalla-camisas
aleccionaba a una chica escuálida de cómo y qué comer, y qué ejercicios
practicar, para tener un cuerpo perfecto.
De la boca
de él salieron perlas como:
“Si tuvieras que comer lo que como yo cada día te morirías de hambre.”
“No me gusta lo que como, pero pienso en cómo quiero ser, y lo que tengo que hacer para conseguirlo, y merece la pena.”
“Si como eso que me gusta una vez al mes lo valoro más que si lo comiera todos los días.”
Pero ella no
se queda atrás, no:
“Yo llevo una talla 36, pero me veo gorda. Quiero llevar una 34.”
“Cuando adelgazo hasta 50 kilos me mareo, me cuesta levantarme, no tengo ganas de hacer nada.”
Y una larga
perorata de argumentos similares y justificativos de por qué matarse tanto día
a día merece la pena: “porque tengo un objetivo y porque la consecución del
mismo me hace feliz”.
CHORRADAS.
Ese chico, por lo que contaba, no tiene vida: dedica su día a día a trabajar,
ir al gimnasio y dormir. Ya está. Y la chica… en fin. Nada que decir. Utiliza
la talla 36 establecida por los cánones de belleza de Inditex y se ve gorda.
Tiene un serio problema…
Gente: sí,
la felicidad consiste en gran parte en sentirse a gusto con uno mismo. Pero
todo tiene un límite. TODO en esta vida tiene límites. El simple hecho de comer
debería ser un placer. Con moderación, claro. No se trata de engullir cual oso
pardo hambriento tras un largo período de hibernación. Se trata de disfrutar de
la comida, saborearla y apreciarla. Se trata de alimentarte cada día de una
forma equilibrada, comer bien, y comer lo que te gusta también. ¿Que quieres
estar en forma y te apuntas al gimnasio? Perfecto. ¿Que en lugar de eso sales a
correr o a andar en bicicleta o practicas cualquier otro tipo de deporte?
Perfecto también. ¿Que un día decides darte un capricho y compras bollería para
desayunar? Perfectísimo. Todos merecemos esos pequeños placeres que de vez en
cuando nos alegran el día.
Pero comer
todos y cada uno de los días de tu vida avena, yogures desnatados sin azúcar, y
verdura EXCLUSIVAMENTE… No es comer, y no es vivir. Y no, no merece la pena
porque todos y cada uno de los días de tu vida, cinco veces al día, comes
AVENA, y lo haces por comer algo, no porque te encante la avena.
Ciertamente
deseé recomendarles la película “Come, reza, ama”. Si captas lo que pretende
transmitir, y no sólo ves pasar una escena tras otra sin reparar en el
contenido, realmente ves esto que intento explicar, la importancia de disfrutar
de todo cuanto nos rodea en cada instante: los amigos, las aficiones, el
trabajo, un rayo de sol, el canto de un pájaro, el alimento… nosotros mismos.
En nuestra persona es donde empieza y termina todo. Para querer a los demás,
quiérete primero. Para disfrutar de lo que te rodea, primero disfruta de tu
propia persona. Trabajar la propia estima es lo que da la felicidad, y… que me
perdone la sociedad actual, que no cesa en su empeño de inculcar el culto al
cuerpo como doctrina de vida, pero eso, la autoestima, no se trabaja en un
gimnasio.
Sea como
fuere, ellos continuaron aconsejándose mutuamente y piropeándose acerca de lo fantásticos
que lucen en un entorno marcado por el sedentarismo y la dejadez, apenas dirigiendo
la vista a la comida, como si el simple hecho de mirarla los engordara.
Y mientras
tanto, yo, enfundada en mi vestido rojo, talla L, sonreía para mis adentros,
feliz por haber comprendido, hace tiempo ya, que yo soy la dueña de mi cuerpo,
y no al revés. El camarero se acercó con nuestra comida, y abandoné la
conversación ajena para disfrutar de mi cena: conversación amena, un delicioso
bocadillo y cerveza. ¿Qué más podría pedir?