He decidido retomar este blog así, de repente, no porque haya tenido mucho éxito (todo lo contrario) ni porque espere que de pronto esto cambie y se cumpla uno de mis sueños de la infancia (ser escritora o "algo parecido"). Qué va. Nada de eso. Voy a utilizarlo como un método de desahogo público. Tal vez llegue a alquien, y ese alguien lo lea, y sienta empatía, o comprensión, o incluso un cierto consuelo. O no. Lo único seguro es que yo me voy a quedar DE UN A GUSTO...
Por otro lado, la historia de mis desdichas laborales y personales es larga. No puedo prometer cargarme de una vez la procrastinación que invade mi vida y llegar al sucio, enfangado, oscuro y maloliente fondo del asunto (No dejo de leer por ahí procrastinate, procrastination, don't procrastinate!... me atosiga tanto la dichosa procrastinación que tenía que mencionarla, lo siento).
Todo empezó hace 30 años, un poco más, desde que la vida es vida para mí. Pero no quiero ponerme TAN intensa ni profundizar demasiado en traumas infantiles (sólo abordarlos de vez en cuando con cierta comicidad, como si no tuvieran importancia alguna, la justa y necesaria para ser merecedores de mención ocasional), así que empezaré hace... unos 5 años. Más o menos.
En aquella época aún
estudiaba, y buscaba trabajo. Los resultados obtenidos en ambas
tareas eran... mmm... bueno... eran lamentables, para qué
engañarnos. Los criterios que adopté para elegir carrera
universitaria (y futura profesión) fueron inexistentes. Actué sin
criterio alguno. A los 18 no tenía ni la mitad de personalidad que
tengo ahora; hay que renonocer que todas las hostias metafóricas que
me llevé desde entonces sacaron al fin a relucir algo de mi carácter
tan firmemente escondido tras el miedo patológico a convertirme en
"una profunda decepción". La cuestión es que a los 18 no
fui valiente para decir "creo que no es esto lo que quiero
hacer"; a los 19 no fui valiente para decir "estoy casi
segura de que no me dedicaré a esto nunca, no creo que sea lo mío"; a los 20, de nuevo, no fui valiente para decir "DE VERDAD que
ODIO esto, quiero dejarlo y buscar algo que pueda motivarme"; y a
los 21... a los 21 fui cobarde y orgullosa, así que decidí
costearme el resto de los estudios y sacar adelante esa dichosa
carrera costara lo que costara. Y lo hice. Y costó. Costó mucho. Pero lo hice.
Eso sí, para alcanzar esa meta hubo que sufrir un poquito primero, y varios trabajos mal pagados,
jefes explotadores, muy malas notas, nulas expectativas de futuro y
una ruptura sentimental después, llegó la crisis de los 25. ¡Y
vaya crisis! Trajo consigo un buen cubo de lágrimas... y una gran
borrachera, por supuesto. Cumplí los 25 sin tachar absolutamente
ningún objetivo de la lista: carrera, trabajo,
independencia, pareja. Ninguno. Así que lloré un montón, me quejé un
montón, y me emborraché mientras seguía quejándome y llorando.
Reconozco que tengo una
tendencia al melodrama muy arraigada desde... desde que puedo
recordar. Si puedo ponerme en lo peor, me pongo en lo peor.
Y todo lo contrario también. Cuando viene la buena racha soy
imparable. Nada me nubla el carácter, nada me perturba, nada me
preocupa. Todo me parece posible, el optimismo me nace como si fuera
innerente a mi persona.
Me ha costado un poco
conocerme lo suficiente para darme cuenta de que soy estas dos cosas:
pesimista y optimista. Reconozco que me gusta pensar que en el fondo soy sólo una optimista contenida, agazapada... Nada más que una pesimista involuntaria, víctima de las circunstancias, del ambiente viciado, de la desesperanza reinante... Pero la realidad es lo que es, y la realidad es que soy un poco bipolar.
Pero lo que vino entonces,
tras lo que yo creía "La Gran Crisis" (no hace mucho
descubrí que en realidad esa llega a los 30), fue la calma tras la
tormenta. La Callie imparable, la terremoto, la que se come el mundo,
la que despierta cada mañana feliz, la que no tiene que esforzarse
por sonreír porque sonreír le nace, la optimista natural... La
exitosa.
Y todo empezó con aquel trabajo.
Bueno, en realidad aquel trabajo sigue siendo mi trabajo actual... Pero me encanta imaginarme que no lo es. Adoro soñar que lo dejo, aunque la sensación al despertar sea de una profunda y angustiosa frustración. Cada vez que mi jefe hace aparición en la oficina, me imagino a mí misma diciéndole "ahí te quedas", "adiós", "hasta nunca". Esa sensación de triunfo... esa impagable satisfacción de irse sin mirar atrás... Es casi indescriptible. Lo que ocurre en mi estómago cuando me imagino "el adiós" me recuerda a las tan recurridas mariposas del enamoramiento. Cuando conoces a alguien que te impresiona, te gusta, te interesa más allá de una conversación de 20 minutos... suelen aparecer esas mariposas. Lo de las mariposas no me entusiasma demasiado, pero reconozco que ese "vuelco en el estómago" existe. Por eso, cuando al conocer a alguien tengo dudas, intento hacer caso a mis tripas. Si no hay reacción, no hay atracción.
Pues con aquel (este) trabajo me pasa igual. Hace 5 años era la luz al final del túnel, mi sonrisa diaria, mi dosis de optimismo, mi motivación principal... Era mi vuelco en el estómago, mi revolución en las tripas.
Hoy no hay sonrisas, ni optimismo, ni motivación... no hay luz. No hay vuelcos ni revoluciones. Ya no hay reacción, ergo... ya no hay atracción.
Lastima que sepas que.me senti "atrapado"x tus líneas + xfavor
ResponderEliminar